Nací y crecí en el campo, en una finca a cuatro kilómetros de Coliseo, un pueblecito de la provincia de Matanzas por donde pasa la carretera central. Allí no teníamos electricidad y entre las pocas señales visibles de desarrollo solo contábamos con un radio Zenith americano que llevaba una batería que pesaba más que el mismo radio y cuya antena era un alambre en forma de tendedera en el patio. Como las casas estaban distantes y entre semana nadie solía visitarse, la única distracción en las noches era sintonizar emisoras de onda corta, entre ellas La Voz de la Amistad desde Bonaire en las Antillas Holandesas. Solía escuchar un programa donde daban los nombres de muchos que escribían interesados en mantener correspondencia para intercambiar sellos de correo, postales y monedas, y animado con la idea que me permitiría cambiar un poco aquella monotonía de vida decidí escribir yo también. Tendría a lo sumo unos trece o catorce años. Así fue como un día escuché que mencionaron mi carta. ¡Qué importante me sentí cuando escuché que dijeron mi nombre! Solo pensaba en el momento en que llegara la primera carta, hasta que llegó, era de Soledad Martinez Ripoll, de Barcelona en España.
Con el pasar de los días siguieron llegando más cartas, pero esa primera fue la más importante. Soledad me recomendaba continuar una cadena y la persona a quien debía escribirle era una muchacha de la provincia de Oriente, en Cuba, quien no tardó en responderme. Ella tenía dieciocho años, hija de una familia de franceses que habían sido propietarios de cafetales en la zona norte de Guantánamo, pero el gobierno les había quitado todas las propiedades, pudiendo conservar solamente la casa en que vivían. No se habían podido ir a Francia porque ella y su hermano habían nacido en Cuba pero al muchacho no le daban salida del país hasta que cumpliese los 27 años por ser cubano, límite de la edad militar.
Su primera carta la habré recibido alrededor de 1968 y a partir de ahí mantuvimos una correspondencia frecuente. En 1972 me fui a la Universidad y fue así que los pude conocer personalmente pues todos los años iban a La Habana a pasarse dos semanas de vacaciones. En ese tiempo los dos hermanos se examinaban de francés en la Alianza Francesa pero además tenían otras amistades que visitar. Eran una familia muy amable y se pasaba muy buen tiempo con ellos, sobre todo con el padre que era muy ocurrente haciendo chistes. Mi familia fue en una oportunidad a la Habana para conocerlos. En 1976 se fueron definitivamente a Francia en cuanto el hermano cumplió los 27 años, pero a partir de ahí estuvimos en contacto todo el tiempo.
Cuando se presentó aquella situación en que fui expulsado del trabajo, con el cuadro cerrado por todas partes y sin otra posibilidad para salir de Cuba que no fuera tirarse al mar, fue que decidí hablar con ellos. No resultaba nada fácil porque planeábamos salir primero mi cuñado y yo para después ayudar a salir al resto de la familia. Seríamos dos llegando de golpe a casa de una familia con la que en realidad no tenía más confianza que la de la correspondencia con la muchacha, quien ya se había casado, y a decir verdad uno no sabía realmente cual era su situación para hacerle frente a nuestra llegada. Estuvieron de acuerdo en reclamarnos y en pocos meses recibimos la visa. Con mi cuñado no hubo problemas para salir pues no había terminado la carrera y milagrosamente le habían dado la baja militar, pero a mí me negaron la salida porque ya me había graduado de la universidad. Aunque no lo conocían ellos aceptaron recibir a mi cuñado, pero ese fue el inicio a una odisea que quizás más adelante comente. Mi espera sí se prolongó hasta finales de 1982 cuando finalmente recibí la carta de liberación del ministerio del trabajo y así fue que pude salir.
Mi cuñado tendría unos veintidós años cuando se fue de Cuba y aparte de su esposa dejaba detrás un niño de seis meses con el que pasaba mucho tiempo, porque expulsado de la universidad y sin trabajo estaba forzado a estar mucho tiempo en la casa. Nunca pudo imaginar que pasados los primeros días en Francia en que todo lo nuevo y colorido se roba nuestra atención, es cuando se hace realidad ese abismo de distancia, ese océano de por medio que para muchos puede convertirse en motivo de una gran desesperación. No siempre sabemos si estamos preparados para enfrentarlo y solo nos damos cuenta cuando estamos atravesando la prueba. Creemos que podemos, pero él no pudo. Cayó en un estado tal de desesperación que después de cada llamada que haciamos a Francia quedaba una marejada de llanto que tal parecía que alguien se hubiera muerto. Era evidente la carga que habíamos puesto sobre aquella familia que no tenía ningún compromiso con nosotros, y uno sin poder hacer nada de momento. No era lo mismo emigrar a Francia solo que haberlo podido hacer a Miami donde teníamos familiares, en Francia era todo lo contrario.
Aquella situación afectó mucho a mis amigos quienes tenían que estar muy al tanto de él, temerosos que en su estado depresivo pudiera cometer un disparate. Gracias a Dios que en aquel tiempo y con la ayuda de nuestra familia en EU, cerca ya de los tres meses de haber llegado se logró que pudiera irse a México y desde allí cruzar la frontera, cerrando así un capítulo realmente difícil, sobre todo para aquella familia que tanto nos había ayudado.
En esos momentos en que uno ve que no encuentra salida y desesperado pide ayuda así como lo hice yo con ellos, casi siempre ponemos nuestra atención en la respuesta que nos van a dar, y queremos que nos digan que sí. Si llegara a ser una negativa podemos hasta pensar que como ya ellos resolvieron su situación no se acuerdan cómo están los que se quedaron y no se quieren complicar la vida, pero no es tan fácil. Cuan frecuente es nuestro egoísmo que se impone, nuestro yo que no puede esperar más y el que no nos permite ver lo que nuestra petición puede representar en la vida del otro y en lo que tiene que sacrificar para quedar bien con nosotros. De momento resolvemos, ¿pero a qué precio? Al precio de meter al otro en una situación más difícil quizás que la que estamos nosotros tratando de resolver.
Esto fue para nosotros una lección. Es recomendable pensarlo un poco más antes de pedir ayuda en ciertas circunstancias, porque no es menos cierto que podemos estar abusando de la bondad de alguien que aún está luchando por levantarse y realmente no merece que le cambiemos la vida como a veces sucede. El esperar un tiempo más en la dificultad puede que nos ayude a fortalecer algún aspecto de nuestro carácter que aún necesita madurar, y no intento decir que lo mejor sea no pedir ayuda, en lo absoluto, pero sí que nos informemos más sobre la situación del otro, lo que de seguro nos ayudaría mucho a ser más justos a la hora de decidir.
Han pasado ya treinta años e inevitablemente de vez en cuando ocurren hechos que traen a mi mente ese recuerdo y aún lo lamento. Nos podemos arrepentir, pero eso no nos libera de sentir la pena por el daño que hayamos causado. Nuestra amistad ha perdurado hasta el presente, sobre todo con los padres y el hijo de Marie, aún después que ella falleciera hace algunos años. Si es que ellos llegaran a leer este artículo, que sepan que nunca tendré como pagarles lo que hicieron por mi y mi familia, que perdonen mi falta de visión que tanto sufrimiento les ocasionó y que sepan que no solo yo, sino que toda la familia les agradece lo tanto que hicieron por nosotros.
Para no perder la oportunidad, ya que estamos hablando de amigos, piensa en alguien, que aunque hayan pasado muchos años desde que hizo algo por ti, y te das cuenta que no fuiste todo lo agradecido que el hecho merecía. A veces las ocupaciones de la vida hacen que involuntariamente vayamos olvidando, pero puede que la persona lo recuerde. Quizás no sepas ni dónde está esa persona, pero localízala, y si falleció trata de encontrar a un pariente cercano, alguien a quien hacerle llegar tu agradecimiento, de cuán importante fue lo que su ser querido hizo por ti. Como si fuera buscar en un baúl de recuerdos, busca esos seres olvidados que una vez fueron la mano de Dios en tu necesidad.
Mientras te escribo yo también voy encontrando los míos en mi baúl, esos que sin darme cuenta se me han ido quedando olvidados, quizás tu también recuerdes los tuyos. Aquel que nos ayudó a encontrar trabajo cuando no teníamos ninguno y quien sabe si es él quien ahora no tiene, o el que me regaló un carrito viejo cuando llegué gracias al cual pude empezar a trabajar, o la única cara que encontré cuando llegué solo a un aeropuerto. El jefe que te invitaba a comer con tus compañeros en fechas señaladas pero ya no trabaja, cuánto se alegraría si en las mismas fechas se acordaran de él.
Son tantos los ejemplos que vienen a nuestra mente, tantos los simples detalles que pueden traer alegría a alguien que la esté necesitando, y no solo por ellos, sino por nosotros mismos que necesitamos que se canalicen hacia nosotros los mejores sentimientos, entre ellos la gratitud.
Dedico este artículo a esos amigos franceses a quienes tanto tengo que agradecer.
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