Nací y crecí en el campo, en una finca a cuatro kilómetros de Coliseo, un pueblecito de la provincia de Matanzas por donde pasa la carretera central. Allí no teníamos electricidad y entre las pocas señales visibles de desarrollo solo contábamos con un radio Zenith americano que llevaba una batería que pesaba más que el mismo radio y cuya antena era un alambre en forma de tendedera en el patio. Como las casas estaban distantes y entre semana nadie solía visitarse, la única distracción en las noches era sintonizar emisoras de onda corta, entre ellas La Voz de la Amistad desde Bonaire en las Antillas Holandesas. Solía escuchar un programa donde daban los nombres de muchos que escribían interesados en mantener correspondencia para intercambiar sellos de correo, postales y monedas, y animado con la idea que me permitiría cambiar un poco aquella monotonía de vida decidí escribir yo también. Tendría a lo sumo unos trece o catorce años. Así fue como un día escuché que mencionaron mi carta. ¡Qué importante me sentí cuando escuché que dijeron mi nombre! Solo pensaba en el momento en que llegara la primera carta, hasta que llegó, era de Soledad Martinez Ripoll, de Barcelona en España.